10 de diciembre. de 2021: Antonio L. Bouza un año después. El capitán de las estrellas


EL CAPITÁN DE LA ESTRELLAS
Por Rodrigo Pérez Barredo

Había dejado escrito su epitafio -Que nunca sepa nadie cuándo he muerto/ que al llegarse el momento esté olvidado- pero la realidad siempre fue tozuda: hacía mucho tiempo que sobre él habían arrojado los dioses la inexorable luz de la gloria, como escribiera Borges. Cómo no evocar, recordar, ensalzar la figura de un tipo tan especial, tan único, tan singular, tan audaz, tan insólito y necesario, tan rabiosamente diferente. Cómo no gritar al viento lamentando que haya hecho mutis uno de los más grandes intelectuales de esta tierra, uno de esos personajes que la han pisado dejando huella indeleble, que trascenderán contra el olvido y la ignorancia, a pesar del tiempo y de la lluvia. Antonio L. Bouza, Manolo para sus amigos, fue un titán, un huracán y un cosmonauta en el corazón de la paramera castellana: cambió sables por versos para soñar más alto. Y se hizo capitán de las estrellas.

Hazte avión, poeta, había proclamado instando a talar los álamos de la vieja poesía cuando decidió que Artesa, aquella revista nacida de una tertulia al abrigo del mítico Miraflores, debía alejarse de los cánones clásicos y abismarse sin vértigo y con absoluta temeridad a la vanguardia más osada y rupturista. Desde Burgos, nada menos y contra pronóstico: aldea global desde ese momento. Ya ves, poeta amigo, que hemos anclado el ojo en las alturas, hemos hecho vivac junto a la muerte y hemos seguido el rastro de un cometa. Todo es labor de periodismo en la poesía para contarle al hombre su posición en la belleza. Tal era la poética, la clave de bóveda de aquel milagro que fue la Artesa que cruzó fronteras y océanos, siempre mirando al cielo. Cíclope Bouza, que no sólo dirigió tan increíble revista, sino que desarrolló una carrera poética a la altura de los grandes. Sus poemas visuales están incluidos en las más importantes antologías. Pero no por ello olvidó el patrón clásico: mucho años después de la desafiante ruptura expresiva a la que se sumó porque entendía que debía acoplarse a los tiempos, regresó al metro de Garcilaso, demostrando un talento descomunal con el endecasílabo.

Manolo fue poeta. Por encima y por debajo de todo, poeta. Aunque también fuera militar e incluso preceptor y amigo íntimo del Borbón emérito -de cuyas añagazas, hoy descubiertas, no se habría sorprendido, tan bien lo conocía-. Antes de hacer la carrera militar ya era un poeta que había bebido de Rilke y de Quevedo. Por eso, aun a sabiendas de que podía haber alcanzado altos rangos en la escala castrense, se quitó la guerrera para dedicarse por entero a una vocación maldita, de vagabundo, de náufrago. Y cultivar las flores del mal como si le fuera la vida en ello. Y le fue la vida en ello. Le llamaron entonces loco, ya que podía haber llegado a teniente genera: le importó un comino.

Porfió quijotescamente contra molinos y gigantes. Primero, contra la carestía económica, que convertía en un ascenso al Himalaya sacar la revista literaria a la calle desde finales de los años 60; en segundo lugar, contra la censura. Manolo, que era coleccionista de anécdotas que solía rematar con una sonora carcajada porque era bienhumorado y divertido, evocaba desternillándose cómo consiguió colarle al censor un poema de Jorge Guillén sobre un paquidermo con el que el poeta vallisoletano se refería al dictador Franco. Impagable la del número 23, en la que metieron de matute este ‘Desmanifiesto’: No más juegos florales: un poco por favor de mierda./Hay que ponerse a calentar el mundo/ el semen hirviendo sobre las razones (...) Basta ya de sodonetismo y apoyo oficial/ a las perversificaciones...  Para que Bouza pudiera poner Artesa en la calle tuvo que cumplir exigencias delirantes, desde firmar un certificado de adhesión al Movimiento hasta hacer un inventario de bienes frente a un posible embargo. Nunca ocultó que llegó a falsificar domumentos: siempre tuvo claro que llevaría su pasión -casi locura- poética hasta las últimas consecuencias.

Artesa sin fronteras. Tras la primera etapa (y la más clásica) de Artesa -con los hermanos Tino yJesús Barriuso, con Luis Conde, con Bernardo Cuesta Beltrán, con Federico Salvador Puy, con Frühbeck de Burgos, con Núñez Rosáenz, con Jaime Valdivielso...- Bouza dio un golpe de timón: había conocido, durante sus viajes a Madrid, a Félix Grande, poeta que ya hacía cosas muy nuevas, «libros modernos» en palabras del propio Bouza. Y Artesa empezó a cambiar. Entró en contacto conJosé María Montells, que dirigía la revista Poliedros, y que constituyó una gran influencia. Lo que vino después es historia de la literatura de este país: en Artesa firmaron varios premios Nobel de Literatura, como Vicente Aleixandre o el guatemalteco Miguel Ángel Asturias -también otros que lo serían años más tarde, como el mexicano Octavio Paz o Camilo José Cela-; y figuras de talla internacional comoDámaso Alonso (con quien Bouza tuvo estrecha relación de amistad), Gerardo Diego o Max Aub, entre otros. 

Y aparecieron en sus páginas autores como Carlos Edmundo de Ory o Juan Eduard Cirlot, a quien se dedicó uno de los números más especiales de Artesa con dibujo nada menos que de Eduardo Chillida, otro genio, a la sazón colaborador de la revista, que en más de un ocasión se personó en el Miraflores a dejar su colaboración. Artesa cruzó océanos, llegando a numerosos rincones del mundo. A la vez que dirigía la revista, Manolo Bouza ampliaba sus conocimientos, convirtiéndose al cabo en crítico de arte (de los buenos, de los reclamados, de los prestigiados), en rescatador de artistas sepultados por el olvido y en ensayista de postín. Todo ello, sin dejar de urdir una obra poética propia, traducida a lenguas como el checo o el coreano. «Uno es fiel a lo que siente. Se evoluciona según se va trabajando. Creo que hay que estar continuamente trabajando, leyendo, preocupándose de las cosas de la vida. Y, sobre todo, de los tres grandes temas: el amor [¡cuánto y cómo quería a su Carmina!], la muerte y Dios», confesó en cierta ocasión.

Un treintena de libros llevan su firma. Agitador cultural, siempre con la mira puesta en cualquier joven llamado a tirar la puerta de la poesía abajo, se sacó de la chistera premios literarios. Uno de ellos es hoy uno de los galardones más dignos y prestigiosos del panorama nacional, el Ciudad de Burgos (nacido como Premio San Lesmes de poesía). Por fortuna, hoy el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua atesora y da lustre al fondo Artesa. Cuando, en 2018, esta institución dedicó un ejemplar especial de Artesa en memoria del gran Tino Barriuso, Manolo Bouza fue su director honorario.

Siempre el hombre. Nunca separó Manolo Bouza la literatura del arte o del pensamiento, porque defendía que conformaban una misma cosa: el Hombre. Allá donde se haya ido  sonarán como un murmullo (o como aldabonazos) sus grandes anatemas -por los que editan la prosa/ y menosprecian el verso-, desde su poética del desafío -por los que ignoran la historia/y copian todo lo nuevo/ fingiéndose populares/ sin el carisma del pueblo-, desde su irreverente y a la vez moral manera de estar en el mundo -por los poetas idiotas/ y los idiotas poéticos./ Por los falsos vanguardistas/ y los modestos homeros./ Por los que escriben de Dios/ y cobran por el infierno... Había reclamado Manolo Bouza el olvido para sí mismo, pero mal haría esta tierra en cumplir su deseo: pocas veces ha sido hollada por alguien tan distinto, por alguien que desde su pasión la llevó tan lejos, y tan alto. Tan cerca de las estrellas.