UN SALMO ANCESTRAL. Sobre Paloma Fernández Gomá por por Miguel Florián


UN SALMO ANCESTRAL
Un salmo ancestral, ausente de palabras.Paloma Fernández Gomá
Por Miguel Florián

 

PortadasPaloma Fernández Gomá acaba de publicar el poemario Espacios oblicuos en la colección Poesía de Editorial Devenir que dirige desde hace alrededor de treinta años, Juan Pastor. No puedo dejar de recordar con enorme agradecimiento a este editor y poeta murciano. Gracias a él, a su entusiasta insistencia, publiqué mi primer poemario, Los mares, las memorias. Es muy probable que sin el interés que mostró no hubiera aparecido ni aquél poemario ni, tal vez, los que habrían de sucederle.

Vuelvo a Paloma. A la mujer que conocí hace alrededor de veinte años, en Algeciras. Nos presentó un común amigo, Domingo F. Faílde, a quien evoco ahora con afecto y nostalgia. Desde entonces hemos mantenido una comunicación muy frecuente. Paloma me ha invitado en repetidas ocasiones a colaborar en la revista Dos orillas y, con sumo gusto, lo he hecho y aguardo continuar haciéndolo en un futuro. También me une a ella, aparte de la poesía, su origen madrileño. Una ciudad a la que amo con amor hondo. Con el amor que genera la memoria, la ciudad que fue la patria de la infancia, de la adolescencia y de los primeros amores y desamores… La heredad nutricia de la palabra poética…

Hablar de la trayectoria literaria de Paloma ocuparía mucho tiempo pues  es fecunda. Entre sus poemarios quiero hacer especial mención los siguientes: El ocaso del caracol (Algeciras, 1991), Calendas (Madrid, 1993), Sonata floral que fuera galardonado en el año 1999 con el premio de poesía ‘Victoria Kent’, Senderos de Sirio, premio de poesía ‘María Luisa García Sierra‘, Ángeles del desierto (Málaga, 2007), Acercando orillas (Cádiz, 2008)… y más que no nombro. A parte de su obra poética debe recordarse su obra narrativa como es el caso de Veinticuatro retratos de mujer…  En otro orden de cosas, fundó y dirige la mencionada revista Dos orillas preocupada por conectar la cultura española y marroquí.
Ya el título del poemario que provoca estas palabras, Espacios oblicuos, nos ubica en una región geométrica, de cuerpos que se conexionan, que se cortan en superficies diversas y que evoca en mí, la desviación, clinamen, de que hablaron los antiguos atomistas para referirse a la multiplicidad aleatoria de los seres.  A su variedad, fruto de la combinación entre azar y necesidad.
En el libro, aun cuando no haya una separación explícita, se distinguen tres bloques marcados por citas de autores como son Agustín de Hipona y Tomás de Aquino referidas a los seres angélicos (tan abundantes en este libro) y, más adelante, -para diferenciar la segunda de la tercera parte-, por otra cita de Juan Ramón Jiménez.
Se abre el poemario con un extenso poema titulado Cenital y que, en granAutores medida, se conexiona con otro próximo al final del libro, Ocaso, presentando así una suerte de costados, de orillas donde baten las aguas de un mar idéntico. En el primero de ambos, el almendro se eleva como el faro que anuncia la nueva estación, un ciclo vital renovado… Anuncia el advenimiento de un mundo inaugural, una primavera hímnica, sí, de una liturgia que presagia, celebrándolo,  el anillo que ciñe la totalidad de lo real. El poema en cuestión se inicia así: “En el arco de las ramas del almendro / se oculta el oráculo que profetiza / el verde de los valles…” 
 
Y las palabras despliegan su danza, su reguero de luz (“jeroglíficos de luz”, escribe Paloma), la estela de algún ángel que pasa… Son imágenes rotundas, valientes, que expanden “un salmo ancestral, ausente de palabras”. Es, a mi entender, un poema oceánico cuyas ondas habrán de extenderse al resto del libro. 
El verso de Paloma recupera la luminosidad desveladora de los mitos. Y es que la Poesía (como también la Filosofía) “culmina en el mito”, como afirmara Octavio Paz en El arco y la lira. Sí, la palabra poética, cuando alcanza su límite, avanza o retrocede a su sustrato mítico. Aplicando lo dicho a la poesía de Paloma, esa capacidad de mostrar lo real mediante el símbolo, la imagen, la metáfora… la hallamos en multitud de ocasiones como, por ejemplo, en el siguiente verso perteneciente a Vínculos: “En el origen del tiempo, tembló el mar”, y nos sentimos de pronto trasladados al magma originario donde la voz conmemora el tiempo quieto del inicio… Algo parecido ocurre con esas “sendas por descifrar”,  o esa “sed de palabras” que encontramos en un poema de largo aliento que es el titulado La senda del agua, que separa y une los dos costados, el africano y el europeo.  Y es que el estrecho de Gibraltar es, en última instancia, el ámbito geográfico y espiritual del poemario...  El viejo mar que nos devuelve, como pecios, leyendas remotas,  las de “los juglares del mar”, esos ángeles que como aves ingraves revolotean a lo largo del poemario: “Ángeles portarán el áloe de la madrugada / hasta la espuma de las playas / haciendo brotar espirales de ceniza / en el último estertor donde los mitos / custodian el fracaso o la plenaria indulgencia (Caminos convergentes)”.
Todo el poemario se encuentra lleno de ángeles: el Ángel del ocaso, “cegador de pistilos”, el Ángel del alba, Ángeles de añil que se inicia con este verso: “Una legión de añil agita las ascuas de sus sombras“, se despliega el coro angélico hasta culminar en el Ángel azul en “la antesala de la luz”. 
Tras las citas de San Agustín y de Santo Tomás descubrimos un grupo de poemas referidos a espacios y ciudades de la otra orilla, la africana: Siete puertas, sobre Tetuán, Lluvia en Tetuán, el valle del rio Locus, Fez, Tánger, Chauen, o Larache en cuyo atardecer se abren “sombras de vetustos presagios”… hasta finalizar el periplo en el puerto de Algeciras, culminando en el poema Cerezos en donde los ángeles (¿rilkeanos tal vez?) cubren “la plenitud de los pétalos”.
El tercer y último grupo de poemas está encabezado por los conocidos  versos de El viaje definitivo de JRJ: “…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”. Sirviendo así como umbral para la consumación definitiva del poemario y el presentimiento a su vez del de la existencia individual. Aparecen aquí magníficos poemas, como el primero, titulado Vareando almendras con versos como éstos: “Herida de sol, la tarde / contemplaría como, al ir cayendo / las almendras / tapizaron el suelo de ocre verdecido”, y, algo más adelante, estos otros dos tan sugerentes: “y el eco lejano de las almendras / redimido por la tarde”.
Las almendras de nuevo. No quiero dejar de destacar el poema Insomnio que acaba con una admirable estrofa que espero lea la propia Paloma. 
Los versos se ensanchan, desplegando su aliento elegíaco (“Se canta lo que se pierde”), como ocurre en los poemas Sólo tiempo, Ocaso... Para acabar en Horas y días; poema, que cierra el arco de estos Espacios oblicuos perpetuando el vigor mítico que atraviesa el libro en su conjunto, para desembocar en ese mar de “voces antiguas”, en ese mar donde –en palabras de Paloma- “nace y termina el ciclo de los tiempos”.
 
Miguel Florián