Recordando a Bouza, hoy: José María Izarra


El amigo Bouza
Por José María Izarra

Lo conocí de palabra allá por el año 2002. Ya lo conocía de vista desde mucho antes. Lo tenía muy visto, porque vivíamos muy cerca el uno del otro, y porque su aspecto pulcro y marcial atraía las miradas, y sobre todo porque salía mucho en el periódico y era, había sido (la revista ya había dejado de publicarse) uno de los fundadores y el director de Artesa. Como iba diciendo, lo conocí de palabra, gracias al que, enseguida, iba a convertirse en mi editor. Este había entregado un original mío de un librito de poemas al reputado poeta (además de crítico literario y artístico, articulista, ensayista y narrador, aunque esto último en menor medida), para que juzgara si merecía la pena su publicación. Su informe, elogioso a más no poder, posibilitó que el librito se publicara. Ahora que lo pienso, ese informe suyo tal vez fuera una de las primeras manifestaciones del deterioro cognitivo que se le manifestó de manera galopante años después, puesto que tenía fama de ser más comedido en sus apreciaciones y, fundamentalmente, más crítico con los principiantes.

Pues bien, no contento con haber hecho posible que un editor se arriesgara a publicarme (se arriesgara solo un poco, ya que el librito contaba con una ayuda a la edición), aceptó escribirme el prólogo, también demasiado elogioso para mi gusto, hasta el extremo de hacerme sonrojar. Le pedí, por favor, que bajara el tono subido de un par de afirmaciones y que atemperara determinados adjetivos, a lo que accedió sin rechistar, condescendiente como un padre que acabara de cerciorarse de que a su hijo le faltaba un punto de cocción.

Como no podía ser de otra forma, nobleza obliga, para completar el apadrinamiento, le dije a Bouza (entonces aún no era mi amigo) que si me podía acompañar en el acto de presentación del poemario, y accedió aparentemente gustoso. A la sazón, no pudo arroparme porque se encontraba convaleciente del infarto sufrido aproximadamente una semana antes. Ver para creer. Un señor longilíneo, que no bebía ni una gota de alcohol, que comía frugalmente de acuerdo con la dieta mediterránea, que tenía bajo el nivel de colesterol total (por debajo de 100 el malo, y por encima de 40 el bueno), que clavaba indefectiblemente el tensiómetro en 12-7, y con unas cifras de glucosa en sangre siempre por debajo de 90, va y desarrolla un infarto. ¿Cómo era posible? Aquí es donde los médicos y, en general el mundo de la ciencia, sueltan aquello de que la excepción confirma la regla. En el caso que nos ocupa, había sido el infarto el que había dejado constancia de la excelente salud del bueno de Bouza (entonces, ya he dicho, aún no era mi amigo).

Afortunadamente, se recuperó enseguida. Y de inmediato comenzó entre nosotros una relación de café y paseo por la tarde los días de trabajo, y por la mañana los feriados. Casi siempre atravesábamos el río, y desde un tiempo hasta que las circunstancias lo impidieron, rara era la jornada en que, antes de cruzar el puente de San Pablo, o el de Santa María, a la ida, no se admirara en voz alta de las agujas y el cimborrio de la catedral por sobre los árboles de la ribera en perfecta amalgama de belleza, y a la vuelta, del propio río pespunteado por esos mismos árboles. ¿Era aquel un síntoma más de lo que, tiempo después, vino a concretarse en el diagnóstico de su demencia? ¿O era que, juzgando a su adjunto pobre de entendederas, había decidido ser paciente y repetirme las cosas todas las veces que hiciera falta hasta que se me quedase lo esencial del mensaje?

De todas formas, aquellos cafés, cortados por lo que a mí respecta, con leche y un croissant o cualquier otro dulce como acompañamiento en su caso, se convirtieron para mí en la terapia de la que no creía tener necesidad y que tanto bien me hizo, no solamente en el terreno espiritual, por lo que aprendí y por lo mucho que podía haber aprendido si no hubiera sido por mi torpeza, sino también en lo somático, al quedar mis achaques, y sobre todo mis aprensiones, prácticamente olvidados.

Solíamos citarnos en su estudio, una entreplanta cuyas ventanas veía yo perfectamente desde cualquiera de las de la parte norte de mi vivienda de la planta sexta del edificio de enfrente. En invierno, si se encontraba en el estudio, las dos persianas correspondientes a su gabinete permanecían subidas hasta arriba del todo; en verano, un poco menos de la mitad. Cuando se iba, bajaba las persianas hasta los topes. Yo podía saber si se encontraba o no allí por esa vicisitud. A eso de las doce del mediodía los feriados y a eso de las seis de la tarde los días de labor, salvo contadas excepciones de fechas, era aparecer las dos persianas de su despacho subidas y sonar mi teléfono.

“Dígame el señor” o “Qué quiere el hombre” eran las dos fórmulas de cortesía preferidas por mí para saludar a mi interlocutor. El amigo Bouza (ya era mi amigo), bienhumorado, siempre me seguía la corriente, alegrándome con una respuesta a cuál más ingeniosa cada día. Sirvan dos ejemplos: “Pues mire, hoy me va a poner, de primero, una sopa de pescado en mal estado, no muy fría y, a ser posible, aderezada con algunos pelos de la rubia cabellera de la Venus de Botticelli; de segundo, tráigame el postre: una buena ración de bacalao a la vizcaína” y “Si te dijera lo que quiere el hombre… Una muerte de la que no se entere nadie, ni siquiera el aquí presente”.

Una vez colgado el aparato, me dirigía raudo al número 35 de la calle Progreso, tocaba el botón del portero automático y, a la par que me franqueaba la entrada, irrumpía su voz por el auricular del dispositivo:

―¡Adelante, muchachito!

Lo de muchachito lo decía por mi estatura, no por mi juventud. En todo caso, siempre me recibía con cinco o seis libros apilados encima de su escritorio. Me preguntaba si los tenía o si los había leído, según fueran menos corrientes o más populares. De acuerdo con mi respuesta, los devolvía a los anaqueles de su poblada biblioteca o me los regalaba. Frecuentemente me iba a casa con tres o cuatro debajo del brazo.

―Si te parece ―enseguida empecé a tutearlo, obedeciendo su consigna, aunque no sin cierto pudor―, a la vuelta los recojo.

Lo primero era tomar café con la disculpa de dar una vuelta. Salíamos a la calle y nos dirigíamos a cualquier cafetería del otro lado del río, preferiblemente del Espolón, si bien hubo una época en que la primera parada la hacíamos en un café recién abierto en la plaza de Vega, antes de puentear el Arlanzón. Tomábamos una primera taza y nos metíamos en el Arco de Santa María, o en el Consulado del Mar, o en la sala de exposiciones del Teatro Principal, a ver la muestra que se terciase. Abandonábamos esos espacios comentando las impresiones que nos había causado la obra expuesta y en busca del segundo café, este menos enjundioso (quiero decir, por lo que respecta al amigo Bouza, sin tropezones), antes de enfilar el puente de Santa María o el de San Pablo hacia la zona sur de la ciudad, donde estaba enclavado nuestro barrio y situados nuestros respectivos domicilios.

Al día siguiente, y al otro, y al otro, repetíamos la rutina, que rara vez se interrumpía por culpa de alguna de las partes.

―Por cierto, Manolo ―no sé si lo llamé así dos veces en casi veinte años; me parecía excesivamente íntimo y, en cualquier caso, irrespetuoso; prefería llamar su atención y no llamarlo a él―, ayer no levantaste las persianas. ¿No estuviste en el estudio, o qué?

―Persianas son las mujeres iraníes. ―Eludió la pregunta en un primer momento.

―Persianas; sí, señor ―confirmé riéndome.

―Sí, pero es que tuve visita… ―manifestó dejando la enunciación en suspenso y respondiendo así a la pregunta que le había formulado. Y, tras breve pausa, añadía―: femenina.

―¡Acabáramos! ―exclamé con retintín.

―Pues sí, persianas son las mujeres iraníes ―repitió.

En esto, se me ocurrió que, al igual que existía un lenguaje de los abanicos, podíamos convenir entre nosotros un lenguaje de las persianas. Se lo propuse, y nos pusimos de inmediato a la tarea. El resultado, que no asentamos por escrito, lo plasmé después en un poema que ofrendé a mi amigo y que reproduzco a continuación, dedicatoria incluida:

 

A Manuel Bouza

 

Su estudio está

enfrente de mi casa,

seis pisos más abajo.

Persianas, me farfulla,

son las mujeres iraníes.

Cuando llega, las sube.

Cuando se va, las baja.

Levantadas las dos,

quiere decirme

que no aguarda visitas.

A medio subir ambas,

que las espera, femeninas

y más bien jóvenes,

y que lo ayude.

La de la izquierda a medias,

y la de la derecha abajo,

señora o señorita

cumplimentándolo,

do not disturb.

Al revés, S.O.S.,

allanamiento de morada,

descripción: fea, gorda y vieja,

y, sobre todo, insoportable.

Las dos abajo, con resquicios:

vuelvo enseguida. Estoy

tomándome un café con mi próxima víctima

(amorosa, se entiende).

 

Habiendo dado todo por perdido,

solo nos quedan las persianas

para concebir falsas ilusiones.

 

 

Fueron diecisiete años de cafés y de persianas, una costumbre repetida diariamente, con unas pocas excepciones, como, por ejemplo, la realización de un par de viajes de cercanías. El primero de ellos, a Palencia y Carrión de los Condes. En la capital de la provincia, contemplamos la catedral y sus altos y curiosos canecillos, luego la vimos por dentro, y, acto seguido, el reloj nos urgió a ello, nos dedicamos a buscar un sitio para comer; ya entrada la tarde, nos acercamos hasta la villa carrionesa para visitar el monasterio de San Zoilo. El segundo viaje tuvo como destino Baños de Cerrato, a escasos tres kilómetros de Venta de Baños (antes de la llegada del ferrocarril, esta no era sino lo que su propio nombre indica, una venta ―casa de hospedaje― perteneciente a la que hoy es su pedanía) para ver la basílica visigótica de San Juan Bautista. La basílica, y su entorno, en el que se incluyen la encantadora fuente de Recesvinto y el cementerio, constituyen un paraje mágico de frondosas sombras y aguas abundantes. Por requerimientos del amigo Bouza, en nuestra visita mereció especial atención el camposanto (él lo llamaba así), pequeño, pero no tan pequeño, perfectamente urbanizado, con su calle principal bordeada de cipreses, limpio y muy cuidado, como si se tratara de la huerta de un labrador hacendoso, plena de exuberantes frutos, más que de un lugar, sagrado o no, pero siempre estéril, destinado al enterramiento de cadáveres. Pasamos allí un buen rato, sobre todo recorriendo minuciosamente la tapia sur del recinto, donde, según sus recuerdos de hacía ya varios años desde su última visita, se encontraba enterrada una “hermanita” suya. La encontró por fin, milagrosamente a mi modesto entender, porque la fila de tumbas, todas iguales, era considerablemente larga. Nos santiguamos. Y estuvimos un rato contemplando la pequeña lápida vertical coronada por una cruz. La tumba lucía hermosa y humilde, libre de yuyo, y habían depositado sobre ella, no hacía mucho, porque se conservaba lozano, un pequeño ramo de flores.

―El guarda ―aseguró el amigo Bouza, refiriéndose al responsable―. Todos los años le mando un dinerito para que haga el mantenimiento.

A la salida, preguntamos por él, pero la guía que atendía a los visitantes de la basílica nos dijo que no lo había visto, que probablemente habría cogido un moscoso de permiso para resolver algún asunto particular.

Ya no hicimos más viajes juntos. Tampoco él por su cuenta. Se negaba en rotundo a moverse de Burgos, aunque me consta que su ahijado Eduardo logró llevarlo alguna vez a Castrojeriz. A Castrojeriz había querido llevarme a mí a comer por lo menos media docena de veces, pero en ninguna de ellas me vino bien. Luego, cuando se lo propuse yo, se disculpó muy amablemente. Él ya no se meneaba de Burgos. La razón o las razones de esa fobia repentina a viajar se las guardaba para sí, aunque tal vez no tuviera ninguna. Los más próximos a él sabíamos que la única razón era el miedo, el miedo a cada cosa en concreto y a todo en general, panofobia, otro síntoma más, no sé si anterior o posterior al primero verdaderamente alarmante, por lo ostensible, que se le presentara, la dificultad para respirar o disnea; creo que fue posterior.

Yo fui testigo en más de una ocasión de que le faltaba el aire; incluso, boqueaba, como los peces, en busca de esa bocanada de oxígeno que les devolviera la paz a sus pulmones. Después de haber ido a urgencias unas cuantas veces, y descartados la repetición del infarto sufrido en su momento y cualquier tipo de problema en el aparato respiratorio, se le diagnosticó ansiedad y se le remitió al especialista de psiquiatría. Antidepresivos y ansiolíticos solucionaron (quizá fuera mejor decir solaparon) el problema.

A pesar de los síntomas descritos, el amigo Bouza seguía tan dicharachero como antes, al menos cuando estaba conmigo: no paraba de recordar anécdotas, de recitar poemas, de decir epigramas, de entonar canciones y de verbalizar sus letras, de hacer sorprendentes juegos de palabras; eso sí, se repetía… cada vez más, lo cual tampoco era de extrañar puesto que es imposible que nadie que tiene tal cantidad de cosas que contar pueda llevar un registro minucioso de lo ya referido y a quién; como resulta imposible que ningún receptor asiduo, como era mi caso, por muy olvidadizo que sea, con el tiempo no encuentre cada vez más coincidencias entre lo que le cuentan como nuevo y lo que recuerda como ya referido por idéntico emisor.

Paralelamente, empezó a no recordar el nombre de los que lo paraban, a los cuales, a menudo, tampoco reconocía. Por eso, dejó de cruzar el río. Había mucha gente que lo saludaba y no sabía quién era (“¿Lo ubicas?”, me preguntaba.), a pesar de haberles respondido cortésmente y con su mejor sonrisa, e incluso después de haber seguido con toda naturalidad la conversación iniciada por el otro, si se daba la coyuntura. A mí, que no se acordara del nombre de su interlocutor o que no lo reconociera tampoco me extrañaba en demasía, porque, conociéndolo todo Cristo, lo anómalo hubiese sido que él pudiera dar fe de todo Dios. A mí, sin ir más lejos, me tenía fichado muchísima menos gente y también me pasaba a veces lo que a él. Fue esa desmemoria respecto del prójimo la que motivó que dejara de acudir a presentaciones de libros y a la inauguración de exposiciones; que dejara de ir al cine y al teatro; que abominara de cualquier contacto social más allá del pequeño círculo formado por su mujer y media docenas de allegados. De todos modos, llegó a confesarme que no le sonaba nadie o que no sabía de qué le sonaba.

―¿Nadie, nadie? ¿Y yo tampoco?

―¡Hombre…!

―¿Cómo me llamo?

―¡Hombre…! La duda ofende.

―¿Cómo me llamo?

―Tú eres el eximio… ex… simio…

A pesar de su evidente declive, cuando lo ponías en un aprieto todavía era capaz de sortearlo echando mano de las reservas de su ingenio y viva inteligencia.

―Yo de ex, que conste ―manifesté―, no tengo nada; en mí sigue vigente el simio, y a mucha honra.

―¡Hombre…! ―Su exclamación favorita.

Era consciente de su avería mental. Por eso, empezó a ordenar sus papeles y a sacar de la “gaveta de olvidados” algunos originales que no había dado a la imprenta por diversas causas, la más importante de ellas, quizá, cifrada en el temor a contravenir lo establecido como políticamente correcto. Se le veía ansioso por dejar cerrada su obra, así como por desmantelar su estudio. ¿Para qué lo quería? Vislumbraba ya las fechas en que no iba a poder disfrutar ni ocuparse de nada de lo allí atesorado. Se fue deshaciendo, gradual pero rápidamente, de su extensa y magnífica biblioteca y de una parte significativa (la que le deparaba menos abrigo) de su valiosa colección de pintura. “La desamortización de Bouza”, llamó a aquello. Se llevó a cabo a lo largo de 2018. Cuando se lo recordabas, se le humedecían los ojos y se le dibujaba una sonrisa etrusca en los labios.

2019 marcó un nuevo hito en el desgraciado progreso de su demencia. En los dos o tres primeros meses, todavía era capaz de salir solo de casa y dirigirse al estudio o hasta la cercana iglesia de San Cosme y San Damián a rendir pleitesía al Señor; pero se le olvidaba apagar los radiadores o la luz y cerrar con llave. Carmina, su mujer, le puso un cartel en la puerta del estudio para que se acordara de efectuar tales acciones. MIRAR LOS RADIADORES, APAGAR LA LUZ, CERRAR CON LLAVE. Él transformó esas advertencias en RADIAR LOS MIRADORES, LA PLAGA AZUR y VELAR CON CERA, respectivamente. También en esa época, caminando a mi lado, y encontrándonos enfrente del bar cafetería La Paradita del Bulevar, sito en la esquina del inmueble donde tenía su domicilio, al tropezarse conmigo e insultarme una muchacha que iba patinando con los ojos cerrados, le faltó tiempo, porque le salió del alma, señalando con el índice a la muchacha y al rótulo del bar, por este orden, requiriendo de esta manera mi atención, para murmurar el siguiente apóstrofe: “La taradita del bulevar”.

―¿Es del establecimiento? ―le pregunté entre risas.

―No me digas.

―Desde luego, de paradita no tiene nada; pero, sea como fuere, has dado en el clavo.

Sin duda, tenía lagunas en su demencia. (He parafraseado la frase Tenía lagunas en su ignorancia, de Antonio Gala ―a él se la atribuía― que el amigo Bouza gustaba de citar con relativa frecuencia). Para mi desgracia, yo, que he identificado muchas veces en mí los síntomas físicos y mentales que, en última instancia, sirvieron para verificar su mal, a los que yo nunca había dado demasiada importancia por cierto (desde luego, bastante más a los físicos: infarto, disnea, herpes…), he de confesar mi decepción porque, dados los antecedentes, puedo avistar que en mí va a reproducirse (se está reproduciendo) el modelo de deterioro establecido por el amigo Bouza, pero sin esas lagunas, golpes de genialidad, de quien en todo me ha precedido.

Hacia marzo o abril empezó a negarse a salir solo de casa, y dejó de ir al estudio y a la iglesia. Conservó, sin embargo, la querencia del café con acompañamiento de bollería y periódico, y todos los días, su mujer o su ahijado Eduardo principalmente, lloviera o tronara, tenían que llevarlo a una cafetería para que satisficiera su deseo. Era la única forma de que no entrara en un estado de inquietud y nerviosismo difícil de soportar para sus convivientes.

En esas estábamos aún a principios de marzo de 2020 los más cercanos a él (me incluyo, aunque mi cercanía era más bien ocasional), ya con la soga del virus al cuello, cuando, de pronto, se decretó el estado de alarma y el correspondiente confinamiento de la población. El acabose. No entendía que no se pudiera salir a la calle, y tenían que sacarlo a pesar de que no le gustara nada ponerse la mascarilla y de no poder tomarse su café con leche con un trozo de tarta o lo que se terciase mientras ojeaba el periódico. Carmina, su mujer y habitual acompañante, se encargaba de guiarlo en un recorrido agónico, dando las explicaciones pertinentes si se topaban con la policía, por los bares y cafeterías del barrio y de más allá hasta que se convencía de que estaban todos cerrados y aceptaba regresar a casa.

Tuve oportunidad de verlo un par de veces durante los meses del verano, después de que nos “desestabularan”, con su mascarilla puesta, descolocada, eso sí (Carmina no se cansaba de ponérsela bien, pero él no atendía a otra razón que no fuera la de respirar sin obstáculos). Aparentó que me conocía. Incluso, me dio la sensación de que se le alegraban los ojos al verme; aunque luego no supo cómo me llamaba ni quién era yo.

Lo que vino después fue un recrudecimiento de los malos tiempos: jornadas de tedio, tristeza y separaciones, y el amigo Bouza, sin apenas recuerdos de sí mismo, ni siquiera esperó a que le amargasen los dulces de la última Navidad. Se dejó morir pacíficamente el pasado 10 de diciembre, dejando viuda y por lo menos a este huérfano putativo.

Los malos tiempo continúan, y camino llevan de empedernirse (ahora mismo, en la segunda quincena de febrero, la tasa de incidencia del covid-19 está descendiendo, pero no es que esté bajando; está tomando impulso). Salvo el miedo, todos los sentimientos han desaparecido o andan agazapados, especialmente los más nobles. Y la única certeza que nos queda a los hombres de buena voluntad (podría haberla catalogado asimismo de incertidumbre, pero entonces no podría haberle aplicado el calificativo de única) es no saber qué nuevas sorpresas, desagradables, nos deparará esta pandemia y a qué grado de ruina moral y económica nos conducirá este Gobierno.

No estaría mal que el amigo Bouza intercediera por nosotros, los pobres de espíritu, para ayudarnos a alcanzar la propia salvación, ya que esa bienaventuranza que nos hace acreedores del reino de los cielos a todo el colectivo me suena a promesa electoral.