Manuel Bouza: Páginas compartidas
Por Pascual Izquierdo
En las líneas que siguen voy a tratar de resumir la importancia que Bouza tuvo en mi dedicación a la actividad literaria
y rescatar del olvido algunas de las páginas que vivimos juntos. Pretendo con ello rendir un respetuoso homenaje al amigo desaparecido y aportar algunos detalles (relacionados con vivencias comunes) que ayuden a perfilar mejor los rasgos de su carácter.
Para adentrarnos en la comprensión de su personalidad humana y literaria, creo que sigue siendo válido el párrafo que, a manera de esbozo, encabeza el trabajo titulado «Antonio L. Bouza: entre tradición y vanguardia», que preparé como comunicación en el Congreso de Literatura Contemporánea en Castilla y León celebrado en la capital leonesa los días 30, 31 de mayo y 1 de junio de 1985. El texto forma parte del libro que recoge las ponencias y una selección de las comunicaciones presentadas en dicho acto. Dice así:
«Antonio L. Bouza, seudónimo de Manuel Bouza Balbás, es un ser lúcido y auténtico; exigente consigo mismo y poseedor de afilada inteligencia; dotado de agudeza conceptista y humor de raíz quevedesca; creador y promotor de cultura; alentador de vocaciones literarias y dinamizador cultural; firme en sus propias convicciones personales, religiosas y estéticas, pero tolerante con las ajenas; vanguardista y conservador; heterodoxo y poliédrico». (Literatura contemporánea en Castilla y León, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1986, pág. 250).
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Conocí personalmente a Bouza en una entrevista que tuvo lugar en la ciudad de Burgos, en un bar del Hondillo. Era el año 1971, yo tenía veinte años y la cabeza llena de versos. No sólo la cabeza, sino también cientos de cuartillas que pasaba a limpio en una máquina de la escuela militar donde entonces prestaba mis servicios. Cientos de cuartillas y también miles de páginas, que integraban un Diario íntimo que había comenzado a escribir tres años antes.
Supe de la existencia de Manuel Bouza gracias a una conversación mantenida con Manuel Arandilla, entonces bibliotecario y patriarca de las letras ribereñas. Fue este último quien me proporcionó el teléfono del primero. Desde Sotillo de la Ribera, pueblo donde nací y donde pasaba las vacaciones de Navidad, verano y Semana Santa, subí a Burgos en el coche de línea. Llegué al bar del Hondillo con los versos palpitando en mis manos y la ciega confianza en la calidad de unos balbuceos expresivos en los que había puesto toda la vida hasta entonces vivida y una emoción poética indesmayable. Recuerdo que me recibió un hombre bien vestido, acogedor y comprensivo, que hablaba con elegancia y propiedad. Tenía 17 años más que yo, pero se mostraba amigable y cercano, como si compartiéramos las mismas claves vitales. Empujado por mi entusiasmo de neófito en el campo de las letras y arropado por una ignorancia entonces más universal que la de ahora, en el transcurso de la plática hice hincapié en el término «palabra» como piedra angular del discurso poético y Bouza, amable y sonriente, me corrigió con dulzura matizando: «Palabra, no; lenguaje». Leyó varios poemas y me hizo diversas preguntas sobre ellos, y yo le respondí lo mejor que pude y supe, siempre con un fervor desbordado y con la seguridad inquebrantable de que, después de algunos años de merodeos y preámbulos, allí se iniciaba mi camino como poeta. Y así fue. Una separata, que formaba parte del número 14 de Artesa y llevaba por título «Con las manos en la masa», recogía mi primer amasijo de versos.
Con su actitud, comprensión y aliento, Bouza fue para mí guía y promotor de mis primeros pasos poéticos. Por su ayuda y estímulo, le debo gratitud eterna. Aunque aquellas ansias de gloria literaria que entonces me impulsaban sean hoy briznas de ceniza desbaratadas por el viento.
Otro episodio relevante en el robustecimiento de mi vocación de poeta fue el haber ganado la primera edición del Premio Internacional de Poesía Religiosa «San Lesmes Abad» (así se llamaba entonces), hoy rebautizado como Premio Ciudad de Burgos. Bouza me comentó en uno de nuestros encuentros que estaba en conversaciones con el Ayuntamiento burgalés para crear un nuevo certamen literario. Cuando vi publicadas las bases y advertí el rótulo de «poesía religiosa», constaté que, entre el caudal de poemas escritos, no tenía ninguno que pudiera ajustarse a esa exigencia. Se me ocurrió que podía glosar la dimensión religiosa del hombre desde un punto de vista personal y moderno, y así di rienda suelta a la escritura torrencial que entonces practicaba y alumbré un libro vanguardista, próximo al surrealismo y repleto de metáforas. Se titulaba La exactitud de las catedrales y obtuvo el primer premio. Para mí fue la confirmación inequívoca de que ya estaba trazado mi destino. Tiempo después de la concesión del galardón supe que Bouza, miembro del jurado, había defendido con ardor la modernidad conceptual y estilística de mi trabajo, sobre todo contra el criterio de un canónigo catedralicio ―y contumaz sonetista― que, sin discutir la calidad literaria del texto, argumentaba que el título premiado no se ajustaba plenamente a las bases del concurso, ya que, en su opinión, tenía más de profano que de religioso.
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Y ya que acabo de aludir al Premio de Poesía San Lesmes, debo comentar mi experiencia como jurado en las diversas ocasiones en que participé. Sus reuniones eran una fiesta de la inteligencia y el ingenio. En las primeras convocatorias y quizás por haber sido fundador del certamen, era Manuel Bouza quien organizaba la arquitectura de los integrantes de aquel retablo de poetas y críticos, siempre bajo el criterio un tanto provinciano de traer a Burgos un miembro señalado de la poesía española, generalmente un nombre consagrado en los manuales de Literatura, que ejercía como presidente y daba lustre teórico y brillo exterior al grupo. Yo actuaba ―en las ediciones en que fui invitado― unas veces en calidad de poeta medianamente joven; y otras, de crítico medianamente reputado, ya que para entonces había publicado varios libros de poesía y había aparecido en Cátedra (en la prestigiosa colección “Letras Hispánicas”) mi edición de las Leyendas de Bécquer. En las reuniones en las que coincidimos, siempre constaté que Bouza ejercía de vértice de convergencias y de maestro de ceremonias en aquel aquelarre de sabiduría y talento. Recuerdo con placer el nivel literario de las discusiones, la altura intelectual de los análisis, la calidad técnica de los comentarios. Con sus destellos de agudeza, sus relámpagos jocosos, sus apreciaciones brillantes y su altura de propósitos, sostenía de manera incansable un clima de camaradería y gozo poético que no he vuelto a encontrar en otros lugares y tiempos.
Era también una fiesta de la inteligencia ―y del placer degustativo― la cena con la que nos obsequiaba el excelentísimo Ayuntamiento. Recuerdo con especial añoranza la refacción nocturna en la que participó el poeta burgalés Tino Barriuso por ser miembro del jurado, presidido en aquella ocasión por Dámaso Santos. La conversación alcanzó uno de los momentos más hilarantes cuando hicimos glosa y alabanza de las excelencias de un Viña Pedrosa que llenó de deleite cultural y gastronómico las copas y los ánimos de los comensales, entre los que también se encontraba Jesús María Jabato Saro, hombre proclive a la agudeza y los relámpagos de ingenio. Fue una cena memorable.
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Las Navidades fueron siempre una fecha señalada en nuestras largas relaciones de amistad. La liturgia propia de esas fiestas exigía, como pórtico de aproximación, una felicitación personal que en mi caso solía ser un texto o un poema relacionado con algún motivo navideño. En el caso de Bouza, al interés del mensaje se añadía el atractivo adicional de venir acompañado de un soporte artístico raro y exquisito, que sólo una persona tan entendida en arte como él podía conseguir. (Tras su muerte, he sabido por su esposa Carmina que guardaba todas mis felicitaciones como si fueran piezas de un tesoro que no quería olvidar).
Además de la felicitación, el encuentro en Burgos ―en su casa de la calle Santa Cruz― también formaba parte de la liturgia establecida. Subíamos Isabel y yo desde Sotillo el día anterior al de Nochebuena y, nada más entrar en la vivienda y antes de pasar la tarde en animada plática, el ritual establecía la obligación de examinar, con admiración y detenimiento, la amplísima colección de obras de arte que engalanaban las paredes de aquel santuario de libros y de objetos curiosos. Examinar, ponderar las piezas conocidas y emitir dictamen sobre las nuevas. Sobre todo en los primeros años, para mí, un jovenzuelo que se abría a los deslumbramientos producidos por lo inalcanzable, era un honor ser invitado a compartir aquel refinado universo de exquisiteces.
Fue al comienzo de la sucesión de visitas navideñas cuando surgió en mí el interés por la riqueza artística y monumental existente en la provincia de Burgos. Bouza me iba señalando los focos más relevantes que debía conocer y que yo luego me apresuraba a descubrir y estudiar. Allí nació mi vocación como escritor de libros de viaje y autor de guías turísticas, vocación a la que tantos años y esfuerzos habría de dedicar. Recuerdo que Bouza insistía en la excepcionalidad de los tesoros artísticos escondidos en las Merindades. Y que, en uno de aquellos encuentros sostenidos, hablamos del románico existente en el valle de Mena (la iglesia de San Lorenzo, en Vallejo; y la de Santa María, en Briones), y de la joya visible en la localidad de Puente Arenas: el templo de San Pedro de Tejada.
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En el apartado de momentos memorables, cabe destacar la cena que tuvo lugar como culminación de la visita que Carmina y Bouza hicieron a mi pueblo (Sotillo de la Ribera). Era un día de verano y llegaron por la tarde a esta pequeña localidad asentada en la ribera burgalesa del Duero. Allí les recibimos Isabel y yo.
Tras los saludos protocolarios recorrimos las calles, nos detuvimos frente a algunas casas solariegas timbradas con escudos, contemplamos la original fuente de piedra levantada por el señor duque de Lerma y entramos en la iglesia parroquial, que concentra los puntos de interés en la portada barroca y en el retablo neoclásico de la capilla mayor, considerado por los expertos como uno de los mejores de la provincia en su estilo. Allí fue ver el gozo que suscitaba en Manuel Bouza la contemplación de las obras de arte, las atinadas observaciones que hacía, la vasta erudición que en tales materias desplegaba. Siempre haciendo gala de cercanía y buen humor.
Tras la visita a los lugares relevantes, tocaba rubricar la jornada con una merienda-cena en honor de los ilustres invitados. Siguiendo los usos y costumbres de la zona, subimos al cerro que alberga las bodegas subterráneas y desde allí, teniendo a nuestros pies la apretada geometría de tejas y tejados, atisbando la despedida de un sol crepuscular que se hundía en la infinita lejanía, degustamos un puñado de chuletas asadas al sarmiento. Les deslumbró a nuestros amigos la solemnidad con que dicha ceremonia se oficia en la Ribera: el traslado de la gavilla, el crepitar del fuego, la limpieza de las parrillas, la permanencia de las ascuas, la exquisitez de la carne, el espesor de la ceniza. Todo ello con el riego y compañía de un clarete del lugar ―servido con el punto de frescor exacto que aporta la bodega―, que desataba la lengua y estimulaba el ingenio. Fue una merienda (que se prolongó hasta bien entrada la noche) ciertamente memorable.
También memorable por lo que comimos y por lo que disfrutamos en el transcurso del yantar fue la degustación que tuvo lugar en un restaurante ubicado en Vivar del Cid y abierto en un antiguo molino. Recuerdo que la conversación giró en torno al nuevo número de Artesa que estaba a punto de salir, y en ella Bouza me hizo una descripción detallada y minuciosa de las infinitas escaleras que tenía que subir y bajar, de las variadas puertas a las que tenía que llamar, de los numerosos despachos que tenía que visitar, de las múltiples gestiones que tenía que realizar para conseguir la oportuna financiación para la revista. Y también hablamos sobre el manuscrito del Poema de Mío Cid que las monjas clarisas habían guardado durante muchos años en un arcón de aquel convento fundado a finales del siglo XV. Recuerdo que al salir del restaurante estuvimos un buen rato contemplando las antiguas piedras de moler y examinando el agua del río Ubierna, que se deslizaba, limpia y veloz, bajo un cristal que cubría el pavimento.
El último de los momentos memorables que voy a rescatar del olvido tuvo lugar hace unos diez años aproximadamente y se suscitó en una excursión que hicimos por algunas localidades de la Ribera del Duero que Bouza no conocía. Y así, recalamos en Villovela de Esgueva para ver su iglesia románica, admirar las pinturas del coro y examinar un retablo plateresco envuelto en polvo y en olvido. Y terminamos la ruta en Tórtoles de Esgueva, población donde entonces acababan de abrir, con el honorable título de posada real, una hospedería instalada en un antiguo convento sometido a un largo proceso de rehabilitación. Disponía el establecimiento de un restaurante que entonces despuntaba por su aureola de modernidad. En un comedor que ocupaba el antiguo refectorio monacal degustamos una serie de platos de cocina innovadora, de excelente presentación y aderezo, explicados con todo lujo de detalles por uno de esos chefs mediáticos que han hecho del trabajo en los fogones una escenificación artística que no esconde la intención de encandilar al comensal. Allí, bajo las bóvedas blancas y baídas de un comedor abierto en exclusiva para los cuatro visitantes, entre risas y frases de ingenio tuvo lugar la inolvidable degustación. No se puede ocultar la calidad del riego, aportada por un crianza de la zona cuyo nombre, Abadía la Arroyada, rinde homenaje a un antiguo cenobio que hubo en el término municipal de Terradillos de Esgueva.
Las líneas anteriores ponen el colofón a estos apuntes rememorativos que sólo pretenden realzar la figura de Manuel Bouza, un amigo para mí muy querido que siempre refulgirá en el recuerdo como un hombre culto, generoso y brillante.