Estas presencias bien educadas e inexplicables casi no alzan la voz, no insisten en la muerte que conocieron, al fin y al cabo un trámite más o menos incómodo, no se quejan, no piden venganza como el padre de Hamlet. Si se asoman a estas páginas es para hacernos tímidas y melancólicas confidencias, y así desde el otro mundo evocan lo que fue el ajetreo dulce y amargo de las cosas vividas. “Esto de no ser nada”, deja caer como ingrata constatación uno de los que hablan; claro, añade resignadamente, que tampoco antes éramos nada del otro jueves.
Unos se acuerdan del secreto de su vida, la niñez, para la que parece que no hay desmemoria, otros explican su razón de ser por el fracaso y el olvido, inseparables camaradas que prolongan su compañía hasta el más allá. Aunque ya convertidos en sombras, siguen siendo lo que fueron, como si no pudieran perder su inquieta condición y su fragilidad. A veces lo que ellos mismos juzgan su insignificancia; ¿qué hice mientras viví?, pueden preguntarse. “No importa mucho”, contestan, “vivir, vivir, vivir”, un triple infinitivo que lo resume todo, lo demás son palabras.
Y hay, además, quien reflexiona sobre la fama de que gozó, y que ya es ceniza, en un rincón provinciano (pero desde ultratumba, todos nuestros afanes deben de parecer propios de remotas provincias). Sin olvidar a un espectro femenino “errante y solitario”, según leemos, al que sigue sin prestar atención un fantasma “incorregible y egoísta” al que continúa queriendo; porque debía de ser muy buen mozo el joven John, que acaba aburrido y siempre insatisfecho, pues ya se sabe que si uno vivió como un malhumorado ególatra, así seguirá siendo después.
Sin moralejas estridentes, riéndose por lo bajini del propio poeta –en esto consiste el humor-, se van sucediendo los endecasílabos en lo que parece un juego de fantasía, aun siendo mucho más. Estos fantasmas que flotan desterrados de las cosas, existen provisionalmente, lo mismo que nosotros, por supuesto, ya saben lo que vale la experiencia humana, están pues muy desengañados, pero conservan raras nostalgias que han sobrevivido a todo, y en ellas, ay, se reconoce el lector. Su estado se define como “crepuscular e incierto”, pero también lúcido, porque les ilumina una luz más alta.
Todos estos fantasmas, incluyendo a algún chuco y a unos árboles, habitan “un estado intermedio”, se nos dice, no son ni de aquí ni de más allá, y tal situación al parecer les desasosiega; con la memoria anclada en el pasado, circunstancia que hace difícil la felicidad, y una vaga existencia entre dos mundos: el de ayer, que recuerdan incurablemente, y un indeciso presente que no se sabe muy bien donde está. Fantasmas o no, eso tiene que ser muy fastidioso.
Lo mismo que nosotros, desde luego, que aún no hemos alcanzado la categoría de sombras, y que a menudo, cuando las cosas van mal, y eso es frecuente, tenemos la molesta impresión de ser almas en pena. Lo familiar y lo tranquilizador se ha evaporado, y lo que se vive es extraño, tal vez no lleve a ninguna parte, o, peor aún, quizá nos lleve a lo ya vivido. Un poema se hace eco de esa sensación en lo que lo fantasmal es algo que pertenece a días de verdad.
Nos identificamos con este desfile de estantiguas, porque aquí se trata del dolorido sentir de los vivos, y se expresa indirecta, poéticamente, atribuyéndolo a unos seres misteriosos que en realidad no lo son. O sí, en la medida en que hay insondables misterios en uno mismo, que es uno de los grandes temas de la poesía, el estar dividido entre el ser y lo que ya no es, pendientes sobre todo de la esperanza, lo único que puede dar sentido a tantas incertidumbres.
Cualquier fantasmagoría consiste en ver nuestra propia turbación al mirarnos en el espejo de los sueños. Po eso la pregunta que se suele hacer al tratar de esos personajes de ultratumba, ¿existen los fantasmas?, es completamente equivocada e inútil. Lo que hay que preguntarse ante un espectro es: ¿por qué se parece tanto a mí? “El hombre se agita como un fantasma”, dice el salmo treinta y nueve. Hay que ver cómo nos parecemos.
Los fantasmas son poéticos, también están hechos de aire y emociones temblorosas, de invención nuestra; nos asustan por lo que tienen de más íntimo e inconfesable, más propio. Igualito que los versos. En el libro el poeta da un rodeo sobrenatural, con cierta guasa, para quitar hierro al asunto, que es de una tremenda seriedad. ¿De qué tengo miedo? ¿Qué es lo que me hace sufrir? ¿Cómo se convive con el quiero y no puedo de la condición humana? Los fantasmas somos nosotros ya desenmascarados, sin excusas para seguir viéndonos tan guapos y tan listos como nos empeñamos en parecer, desde luego merecedores de altos destinos.
“Al otro lado”, un buen título que en su sencillez alude a una situación de claridad muy cruda –por así decirlo un simulacro de “la región luciente” de fray Luis-, más allá de nuestros disfraces, tiene mucho de confesión anticipada. Y aunque la ironía la haga sonrientemente aceptable, no deja de ser una desazón muy nuestra. Desde hace siglos (la acepción figura en el Diccionario de Autoridades del siglo XVIII), fantasma significa también “persona entonada y presuntuosa”. Estas visiones son como una caricatura moral de lo que nos pasa.
El monólogo, que es el molde usado aquí por Manuel Ballesteros, da cercanía, oímos unas palabras que son familiares; y a veces el poeta, urgido por algo que necesita decir, porque le va la vida en ello, se arranca la careta fantasmal y nos habla de lo que le rebosa el corazón, relegando el truco de la voz ajena a una simple imagen metafórica. No creáis, parece decirnos, que eso son fábulas y ensueños, también yo a mi manera soy fantasma.
Para el lector, que también es del oficio, la mejor prueba de su sincera admiración por estos versos es la envidia (dejemos entre paréntesis la duda de si es sana o no). Con palabras sencillas, que son las que tienen recámara, doble fondo, el poeta finge tomar a broma lo que dice, es a la vez claro y misterioso, musical y con un deje de conversación entre amigos; jugando muy bien con los cambios de tono, pasándose al heptasílabo cuando conviene dar un par de golpes secos que toqueen al lector: ¿Quién puede acostumbrarse a esto de estar muerto?, nos interpela, y a continuación sigue como si acabara de hacernos una pregunta retórica que no merece la pena contestar.
La poesía de Manuel Ballesteros abunda en giros que son a un tiempo naturales y sorprendentes, un poco burlones y a la vez dramáticos; como cuando nos habla del desamor, aquel esquivo no querer tomado a sorbos Porque los buenos versos sorprenden sin causar extrañeza, no los esperábamos pero nos reconocemos en ellos.
Saludables enseñanzas las de estos fantasmas, diciendo la verdad que rehuimos. Y magnífica expresión del poeta, cálida, brillante y acogedora, con unos toques irónicos tan bien resueltos que acaban profundizando por medio del humor en lo que somos y tal vez nos resistimos a ser. Asomémonos “Al otro lado” de nuestras apariencias, leamos este libro tan humano y tan bello que Manuel Ballesteros publica ahora sobre las máscaras más queridas con las que todo el mundo se suele adornar. Versos los suyos que son como exorcismos contra lo que llevamos en el corazón y nos asusta.
Carlos Pujol
(Texto de la presentación del libro “Al otro lado” en Barcelona el 26 de Octubre de 2009)