El amor de muchos días es el que se piensa con voluntad de perduración temporal, al margen de que su vida sea al cabo más o menos corta, y quiere arraigar en una base que ya no se reduce, sin excluirla tampoco en principio, a la llama del fuego sensual y devorador. No es el amor ferino de los neoplatónicos, ni los «trabajos de amor disperso» que se mencionan en «Pandémica y celeste» con el recuerdo de Shakespeare. Lo que interesa al Gil de Biedma crítico es el tema de la plenitud amorosa en relación con el sentimiento guilleniano del ser. Para el poeta de Cántico, el amor es concebido como la más alta y plena forma de relación personal posible en nuestro mundo, como la perfección de la realidad. Somos a menudo almas perdidas, abstraídas, y el amor nos arraiga en nosotros mismos: la integración o el amor, dice Gil de Biedma en su explicación de lo que este sentimiento supone para Jorge Guillén, haciendo de paso un guiño al Aleixandre de La destrucción o el amor, cuya cosmovisión erótica es distinta (lo señala muy bien el propio Gil de Biedma cuando aborda el uso en uno y otro poeta de un mismo procedimiento: la visión de la amada como paisaje). En Cántico el amor sitúa al sujeto poético en el centro de un mundo absoluto, la amada restaura su realidad a la realidad. Los amantes viven acordes con el júbilo de la creación y sus elementos. No olvidemos que en Cántico hay una celebración del ser, un existencialismo jubiloso al que desde luego contribuye el amor vivido como plenitud. Acorde y concierto, como apunta Gil de Biedma, son dos términos fundamentales en el léxico guilleniano. En el poema de El límite de las inercias titulado «El poeta informa a su amada de la unión que ambos mantienen», perteneciente a la segunda parte del libro, la titulada «Sobre el Atlántico», aquella en la que se ve más claro el tratamiento del amor de muchos días, el yo poético reconoce que siempre ha mirado el amor desde muy lejos, pero la imagen del tú, de la amada, le ha hecho destrozar sus esquematismos viejos y ha fabricado para él «un constante concierto universal». Morón coincide aquí con el amor jubilar guilleniano.
Mediante el amor, nos dice todavía Gil de Biedma, nos sentimos ser en nosotros. Tomamos posesión de nosotros mismos a través del otro, podría añadir por mi cuenta. La plena actualidad del ser que el amor trae consigo en el Cántico guilleniano impone, para la perduración en el ser, la perduración del amor; amor de muchos días porque, como apostilla el poeta y crítico catalán, en el gozo de sentirse siendo está a la vez el gozo de seguir siendo y de ser más. Toda cosa, decía Spinoza, tiende a perseverar en su ser. A esta máxima parece atenerse Gil de Biedma cuando afirma que en Cántico la plenitud amorosa nos ayuda a perdurar en la actualidad de ser: «¡Amor! Ni tú ni yo, / Nosotros, y por él / Todas las maravillas / En que el ser llega a ser». Pero en El límite de las inercias no solo hay cántico, hay también clamor amoroso. No solo hay amor de muchos días, sino también pasión o fuerza oscura del Eros con todo su cortejo de sufrimientos, dolores y quejas; no solo concierto universal, sino a la vez desconcierto íntimo, como en los más puros amantes petrarquistas, incluso trágico, como en la conciencia desdichada de los amantes románticos. Es decir, muchos de los puntos que se han abordado a lo largo de la tradición literaria del amor.
Del amor como tema literario se ocupa precisamente Gil de Biedma en una nota que redactó para introducir el capítulo «Amor de muchos días» de su libro sobre el Cántico de Guillén, al que acabo de referirme someramente, aunque al final no la incluyó en la edición de sus ensayos completos, El pie de la letra. Es interesantísima, y creo que arroja luz sobre este otro aspecto (el amor como inercia de las pasiones y no como conservación o perduración del ser, sino como amenaza del ser) del libro de Morón, aunque no se me escapa que la tradición de nuestro joven poeta granadino está muy alejada de quienes han convertido a Gil de Biedma, durante las últimas décadas, y a la sombra de la llamada poesía de la experiencia, en un auténtico poeta fuerte, en el sentido que Harold Bloom da al término cuando desarrolla el concepto de «ansiedad de las influencias». No, la tradición de Morón es la del modernismo dariano, incluso a nivel formal, como se descubre en sus sonetos en alejandrinos, aunque el lector también percibe en este libro ecos de Bécquer, Lorca o Miguel Hernández. El caso es que, en esa nota introductoria a la que aludo, Gil de Biedma señala que el amor, uno de los temas centrales de la tradición literaria occidental durante más de dos mil años, se halla con respecto a la literatura en una relación muy distinta a las de otras constantes temáticas, como pueda ser el sentimiento del paso del tiempo. Si el escritor recurre con frecuencia al sentimiento amoroso no es solo porque se trata de un sentimiento común a la mayoría de los hombres, sino a la vez porque se da en la vida de cada cual, ya sea consciente o inconscientemente, como una manifestación de tipo cuasiliterario. En opinión de Gil de Biedma, el amor es fundamentalmente una invención, en los dos sentidos, etimológico y actual, del vocablo. El sentimiento amoroso viene determinado por la expresión literaria que ha tenido a lo largo de los siglos, aunque desconozcamos de hecho las obras que nos sirven de pauta.
Las observaciones de Gil de Biedma me parecen un acierto, y pueden emplearse para iluminar el tratamiento poético del amor que se pone en juego en El límite de las inercias: no somos conscientes de hasta qué punto confundimos literatura y vida, de hasta qué punto actualizamos toda una retórica literaria sobre el amor cuando nos enamoramos. Para enamorarse, afirma el poeta catalán, es preciso inventar primero el amor, una determinada forma del amor, con lo cual el amante realiza una faena inventiva no disímil a la que lleva a cabo el escritor al alumbrar una obra literaria. No obstante, nadie inventa por sí solo, por lo que insertarse en una tradición (sin duda en el sentido eliotiano) le es al enamorado tan indispensable como al escritor. Han sido los literatos, concluye Biedma, quienes han inventado el amor como manifestación humana a la vez que lo inventaban como tema literario. Así, podríamos añadir, Petrarca o Garcilaso inventan la amatoria moderna, el amor tal y como lo entendemos hoy, como bien señala el profesor Juan Carlos Rodríguez desde los planteamientos de la radical historicidad de la literatura, y por lo tanto desde la negación de los temas constantes o eternos, como el amor. El amor constituye una invención literaria. La literatura, la tradición literaria amatoria ha contribuido a perfilar nuestra forma de enamorarnos, de inventar el amor. El límite de las inercias es un buen ejemplo de ello: el yo autobiográfico que pueda haber detrás de estos versos se ha enamorado o desenamorado ante todo y sobre todo como poeta. O sea, de acuerdo con toda una tradición poética. De aquí los siguientes títulos de poemas, con un eco lorquiano: «El deseo del poeta rescata a su amada», «La amada joven interroga al poeta», «El poeta experimenta felicidad y dolor ante el recuerdo de su amada», «El poeta responde a su amada, que le pidió un nombre original con que nombrarla», el ya mencionado «El poeta informa a su amada de la unión que ambos mantienen», «La amada del poeta perdió su aureola», o bien «Soliloquio del poeta en la New York Public Library».
La literatura ha contribuido a conformar la vida, es también productora de nuevos modos de vida social, como señala el teórico de la Estética de la Recepción, Hans Robert Jauss, al comentar el caso de una enamorada del amor, de una adúltera que al fin y al cabo rompe con el horizonte de expectativas de la moral burguesa: Madame Bovary. Inventamos hoy el amor a la manera en que lo inventan Bécquer, Flaubert o Salinas, nuestros contemporáneos, no a la manera en que lo inventan Ovidio y los trovadores del amor cortés. Machado nos enseñó, por boca de su heterónimo Mairena, que a los poetas no les basta sentir para ser eternos y que los sentimientos, como el amor, se transforman a lo largo del tiempo. Fuera de este matiz, que me lleva a negar que el amor es un sentimiento eterno, un tema sustancialmente idéntico en toda la tradición literaria, como de algún modo piensa Gil de Biedma, comparto su idea de que en la vida, pero sobre todo en la literatura, cuando hablamos de amor, dejamos tácitamente fuera una serie de posibles relaciones amorosas para referirnos a una determinada especie: el amor pasión. Esta es para nosotros la modalidad amorosa típica, aunque, puntualiza Biedma olfateando esa historicidad a la que aludo, no siempre lo fue y alguna vez dejará de serlo. Modalidad que se caracteriza por acabar mal. En las obras en las que la pasión amorosa aparece pintada con más autenticidad, el desenlace infausto es obligado, la situación de los amantes se define por carecer de salida. Nuestro crítico pone como ejemplo los amores de Calixto y Melibea, o se apoya en el Swan de Proust para resaltar la tragedia implícita a toda relación amorosa entendida como belle passion. O bien, el afán burlado de posesión física y espiritual inherente a todo amor pasional, aunque justamente en el Cántico guilleniano lo peculiar sería que el amor escapa a esta tradición digamos trágica y constituye la perfección de nuestra vida, y por lo tanto la perfección de la realidad.
El límite de las inercias muestra cómo la frustración, el desengaño y el dolor acaban imponiendo su «Boicot de la estructura» (así se titula la cuarta y última parte del libro), su boicot del concierto universal que ha traído transitoriamente una relación amorosa. El libro, como se lee en la contracubierta, propone un viaje amoroso en el que el poeta permite al lector observar por la ranura de una cuarta pared poética (el símil no puede extrañar en un dramaturgo tan rodado como Morón). Abatida esa cuarta pared, como en el teatro que representa públicamente las pasiones privadas, se invita al lector a experimentar empatía psicológica con los versos. Todos los enamorados y desenamorados, podríamos decir, podrán reconocerse en el libro. No es otra la ideología de la creación poética que funciona implícitamente desde Petrarca y Garcilaso hasta hoy: un sujeto que desnuda su alma, sus sentimientos privados —y qué sentimiento más privado que el amor— para que otro sujeto, el lector, se reconozca en ellos a través de la empatía psicológica. En este viaje que dibuja El límite de las inercias, y que va del germen al corolario del amor, desde la integración con el tú a la desintegración del yo, la literatura (el poeta que ha inventado su amor) se mezcla con la vida (el hombre que ha inventado o incluso vivido su amor conforme a una tradición poética). No en balde, el poema prólogo del libro se titula «El poeta descubre un reino de lenguaje». Estamos al inicio del viaje amoroso, que es en primera instancia un viaje lingüístico-poético: las palabras vienen a buscar al poeta, que siente la delicia de poder adormecerse arrullado en el pecho de unas musas lingüísticas y dóciles y quisiera estar siempre en este reino de elocuencia feliz, devorado por ritmos como sílabas mansas. Pero este poema tiene su contrapunto en el primero de la última parte, titulado «Decadencia del reino de lenguaje», en el que la sintaxis se ha marchitado y la oratoria está hueca; incluso en el penúltimo del libro, el ya mencionado «Soliloquio del poeta en la New York Public Library», en el que, coincidiendo con el fin del viaje amoroso, con la ilusión gastada del amor (al que Morón califica de «marfuz», como el Arcipreste de Hita), leemos este verso: «Las palabras no pueden describir el abismo». El hombre que hay en el poeta puede haber inventado su amor, pero lo ha hecho ante todo como una experiencia literaria y de lenguaje, dentro de su reino de palabras. O dicho así: el hombre se ha enamorado como poeta y este último ha escrito su experiencia lingüística del amor.
En la primera parte, «Ego/amor», ya está latiendo la imposibilidad de salida en quienes sufren el amor pasión. En el poema «Ingrata y azul» se alude a «nuestra condena de amantes malheridos»; en el siguiente, «Distancia», se habla de la trágica razón que sostiene a estos amantes, no pudiendo estar presentes como desean. No es sino el concepto de presencia, tan caro a la amatoria petrarquista; una tradición que también asoma en el juego de contrarios de este verso, con que finaliza «Tanto de ti»: «Eres hielo en tu risa y en tu silencio, fuego». Las horas, con su férreo aleteo, traen el día y separan a los amantes, como en el género medieval de la albada («Al menos una noche»). La amada va agilizando en el yo poético una muerte temprana («Vestido»), envenenando el aire que respira: «!Qué sencillo es el aire que no envenenas tú!» («Cuatro aceros»). Más lo aflige y más quiere su abrigo («Deuda del amor»). No extraña que, a la vez que constata la liberación de un «amor estridente» («Continuum»), el yo poético confiese haberse vuelto una tumba de frío papel («Tumba de frío papel»); con ello se corrobora hasta qué punto la experiencia amatoria es indisociable de la experiencia de la escritura y hasta qué extremo el poeta determina al enamorado.
Resulta significativo que el poema que abre la segunda parte, «Sobre el Atlántico», finalice así: «Quiero que estos versos alivien tu mal» («Primer poema»). La poesía siempre preside la relación amorosa; el enamorado no puede pensarla, enunciarla, sino como poeta. Aquí triunfa, decíamos, el amor de muchos días, no la pasión desordenada y trágica. Los poemas nos hablan de un amor definitivo («Subjuntivo desde Manhattan»), de una piel también definitiva («El deseo del poeta rescata a su amada»), de la aspiración a anexar mundos distantes («La amada joven interroga al poeta»), o bien de la felicidad que provoca ser esclavo de una fiel fragancia («El poeta experimenta felicidad y dolor ante el recuerdo de su amada»). Que el viaje amoroso es sobre todo un viaje poético y lingüístico lo demuestra otra vez el hecho de que la amada pida lenguaje, un nombre, y el poeta la llame amor («El poeta responde a su amada que le pidió un nombre original con que nombrarla»). Ni siquiera ella puede matar el ego del amor del poeta, que abunda en «infinitas teselas de alegrías» («Tras arrebato, amor»). Hay, con todo, algún poema que desmiente esta tónica general. Me refiero a «Amor en abismo», cuyo último verso reza así: «Y cada oscuridad me impide conocerte». Pero esta segunda parte acaba, significativamente, con «El límite de las inercias», que da título al libro: la inercia salvaje del yo poético se ha detenido, de pronto, ante un límite de tacto iridiscente, el del amor o el remanso, y no ya el encuentro fortuito de algunos labios y muchas despedidas. ¿Por casualidad se acaba aquí el viaje amoroso y lingüístico?
El poema al que acabo de referirme ocupa un lugar central, está en el corazón mismo del libro, pero no aglutina todos sus sentidos. De aquí al final vuelve por sus fueros la pasión imposible y trágica, condenada al fracaso. Así ocurre en la tercera sección, «Tres romances imposibles», donde Morón juega con la ambivalencia del término «romance»: formalmente son tres romances, en efecto, de aire lorquiano por más señas; pero también tres historias de amor (o romances) imposibles y hasta trágicas: la mítica del yo poético y su amada, envidiada por la luna («Amada contra luna»); la del taxista de Queens y la Estatua de la Libertad, sin duda el romance que se rodea de una atmósfera más dramática de misterio; y la del mar y la roca («El poder, la caricia y los eternos»), también mítica, aunque con una alegoría de cómo el poder o la moral imperante reprime las pasiones. La sección final del libro, «Boicot de la estructura», no se puede leer sin las connotaciones de negatividad que han introducido los «Tres romances imposibles». La plenitud amorosa y el amor de muchos días, el júbilo que caracterizaba los poemas de «Sobre el Atlántico», se han evaporado definitivamente. El amor no actualiza y conserva el ser, sino que lo desquicia y lo pierde, lo aniquila. No hay más que fijarse en la «Sextina del desdichado»: el yo poético pide a la historia que se lleve el nombre de una mujer y promete no buscar otro amor. Pero Morón también inventa el desamor ante todo y sobre todo como poeta: «Mi casta de poeta me ha inducido a vivir / con sangre enamorada que oprime mi memoria». ¿Cómo elegir, si no, una forma tan complicada como la sextina para dar cuenta de sus desdichas? Al modo de Baudelaire, el poeta despoja a la amada de su aureola después de comprobar que el daño era cuerpo, es decir, material: «Lo que ha muerto en tu piel sabe a fracaso» («La amada del poeta perdió su aureola»).
Por lo común la belle passion acaba mal, decíamos más arriba, acaba en fracaso. El yo poético reacciona cambiando de paradigma, se pone un corazón de mármol y un rostro impersonal para que la pena no duela («Cambio de paradigma»). Con la decadencia del reino del lenguaje, paralela a la del amor, ni siquiera el arte redime a un sujeto que se define como vacío: «Insensato resulta traducir el dolor, / aplicarle unas sílabas, un ritmo, alguna rima / y esperar que del arte nazca un breve calor / que alivie mi tristeza y pronto me redima» («Derrota»). Es una prueba más de la correlación entre experiencia amatoria y experiencia lingüística. El yo poético comprueba, con su ánimo desvencijado y hueco, que el dolor ha venido para quedarse («Hoy ha vuelto el dolor»). La dama o la amada ya no es musa, sino medusa disfrazada de amor («A una dama perniciosa»). El amor se ha vuelto amenaza para el ser: «Amor, me deshiciste, y a mi bondad conmigo» («Carta de amor»). Ha saltado por los aires, al final del libro, la ilusión de la plenitud amorosa, la quimera del límite de las inercias, la esperanza de un amor de muchos días. Morón acaba ateniéndose al guión de las mejores historias poéticas de amor, que como se sabe siempre terminan mal. La suya, volviendo a Gil de Biedma, es la modalidad amorosa típica que, contra todo pronóstico, elegimos en la vida y en la literatura. Lo dice admirablemente este verso final del poema «Epílogo para una lágrima», con el que se cierra el libro: «Mi dolor no es dolor: es ley de ser amor».